Llegar navegando a Thorshavn había sido una hazaña…
Hubo que lidiar con las olas brutales del Atlántico Norte y el saberse insignificante en medio de un maremoto.
Lo de mirar un punto fijo como había dicho el viejo lobo de mar Knud Andersen, no resultaba, menos aún mirar a los islandeses que, sentados en el piso, devoraban guiso de pescado indiferentes a las arcadas del resto de los tripulantes.
Por suerte la tormenta se fue debilitando y, cuando las plataformas petroleras, como dragones marinos con sus lenguas de fuego quedaron muy atrás, al fin las vimos…
Eran las islas Feroe (Føroyar, Islas de corderos). Emergían en el medio del mar, remotas y verdes entre Islandia y Noruega, hilvanadas de rocas, precipicios, ovejas y de cabras serpenteando por senderos imposibles…
Mochila al hombro, nuestro viaje arrancó al amanecer con un escándalo de aves en los acantilados.
Andar, pescar, trepar, cubrirse de la lluvia, acampar, esperar a que la niebla se disipara, hacer fuego y la lluvia otra vez…
Así se fueron sucediendo los días y al cabo de una semana, toda nuestra ropa estaba mojada. No habíamos vuelto a ver otra cosa que el verde y la inmensidad del mar desde la altura. Ni una oveja, ni una cabaña, ni el eco de un grito lejano allá abajo…
Girando el mapa del derecho y del revés terminamos por aceptar que estábamos perdidos. No sabíamos cómo ni por dónde volver. La perspectiva nos jugaba una mala pasada. Las líneas de fuga mentían. Cada vez que creíamos haber encontrado un sendero, resultaba un peñasco suicida. Empecé a sentir el miedo y la certeza de que la montaña nos quería devorar.
Entonces sucedió algo… Fue en la mañana del séptimo día.
De pronto, de la nada misma, apareció un nene con una pelota. Tendría unos 10 años y nos estaba mirando. Como si toda la civilización hubiera estado condensada en él, nos acercamos esperanzados. Hablaba feroés, nosotros danés. No nos entendíamos, pero sí comprendió la palabra agua. Nos hizo señas para que lo siguiéramos… Al cabo de un rato apareció una oveja negra, luego una blanca y lejos, algunas más. Nos señaló algo y cuando miramos en esa dirección apareció una casa que hasta ese momento era invisible.
Su madre y su padre salieron a recibirnos y nos entregamos de lleno a su hospitalidad.
El nene me miraba y sonreía, y yo le sonreía a él.
Me senté en un extremo de la mesa rústica. En el otro extremo, del lado contrario, se sentó el nene. Había una diagonal perfecta entre los dos trazada por nuestras mutuas sonrisas. El trazado se interrumpió un instante cuando su mamá apoyó una fuente humeante en el centro. Eran albóndigas gigantes de oveja.
El nene me sonreía y yo le respondía.
Luego vinieron tiras de carne de oveja secada al aire, escamas de pescado seco y grasa de ballena salada.
Mientras comíamos el nene y yo nos mirábamos y sonreíamos. La traza era nuestra. Una diagonal de sonrisas en las Islas de los Corderos.
Hacia los postres el padre trajo aquavit casero y los mayores bebimos con los cachetes colorados.
El nene no me sacaba los ojos de encima…
De pronto se acercó a su mamá y le dijo un secreto al oído. Se hizo un silencio expectante. La madre me miró y tradujo en un danés extraño:
- Mi hijo dice que usted se parece a Maradona.
- Pero qué casualidad! Dígale a su hijo que yo vengo justamente del mismo país que Maradona, soy argentina.
Los ojos chispeantes del nene no le entraban en la cara.
- Y dice que tiene el mismo pelo, agregó la mamá vocera.
Todos nos reímos cómplices… y yo tuve la certeza de que ese nene a partir de ese momento creería que todxs lxs argentinxs teníamos pelo negro y crespo.
El adentro era inconmensurablemente acogedor, pero el afuera reclamaba caminos de regreso. Nos marcaron el mapa y nos llenaron la mochila de manjares insulares.
Ya fuera de la casa nos abrazamos como amigos de toda la vida.
El nene también. Nuestra traza diagonal de sonrisas contenía ahora otra historia adicional.
Me alejé pensando en el Diego y en su don de llegar a los confines.
Nos dimos vuelta para darles el último adiós y vi que el nene tenía la pelota bajo el brazo. Sabía que no volvería a verlo, pero me alegraba haber podido ensanchar juntos un poquito el arco de su sueño. Él, mi Dieguito feroés, yo, su Maradona.
Lo saludé con la mano, que no era la de dios. Luego miré el horizonte marino detrás de él y supe que más allá solo estaba el círculo polar ártico.