El campo llamado Salud Mental y Derechos Humanos surge, en América Latina, durante la década del ’70 como una respuesta ante las masivas violaciones a los DDHH en toda la región. Es posible abordarlo desde muchas direcciones. Aquí quisiera centrarme en la experiencia concreta del equipo de salud mental con el que llevamos adelante un trabajo que nos enorgullece. Parte de la experiencia se nutre de las Abuelas de Plaza de Mayo: entre todas las incidencias que tuvo en el campo científico, jurídico y político internacional también consideró a la asistencia psicológica un eje primordial del trabajo de restitución de identidad de los nietos y nietas apropiados y apropiadas.
Decía Estela de Carlotto: “Cuando recién empezamos, jamás nos imaginamos vivir toda una vida en esta tarea… por eso acá estamos hace más de 30 años (casi 45) trabajando para sentar precedentes, tejer historias, para que esta tragedia se resuelva lo mejor posible y para que, ojalá nunca más se repita. Si esto llegara a ocurrir en algún otro lugar del mundo, los familiares de las víctimas, otras abuelas como nosotras, tendrían materiales a los cuales recurrir. Cuando iniciamos nuestro camino, por el contrario, no había conocimiento construido alrededor de nuestra problemática”.
Estela estaba marcando allí la centralidad que tuvo siempre la apuesta a un futuro del Nunca Más ya no sólo para ellas, sus nietos y nietas sino para la humanidad toda. Ese legado que las Abuelas tuvieron la claridad de sostener desde el inicio es, junto a la lucha de las Madres, el tesoro ético que impidió en muchas oportunidades que se salten las vallas en este país.
Ahora bien, para hablar del campo de la salud mental y los Derechos Humanos hoy, no podemos dejar por fuera el contexto de la pandemia. Debemos introducir lo que se ha profundizado a partir del acontecimiento de la Covid-19 porque, sin lugar a dudas, el debate sobre el lugar del Estado vuelve a ser determinante.
Quisiera que podamos pensar juntos y juntas si el enorme esfuerzo de inscripción social de la memoria, la justicia, la verdad, que lleva más de cuatro décadas de insistencia, puede ser una vía para anudar esas marcas con el derecho a la vida que ha sido puesto en jaque por la pandemia en sus diversas respuestas estatales. Es preciso reflexionar hasta qué punto la herencia asumida por los Estados que hacen pie en esas huellas, permite afrontar las políticas sanitarias del cuidado de otro modo. Por ejemplo, podríamos enlazarlas los discursos que se constituyeron sobre el valor que cobró el dolor de las víctimas de delitos de lesa humanidad. Además, consideremos el complejo y profundo vínculo que el movimiento de Derechos Humanos estableció con el Estado, provocando nuevos conceptos y nuevos marcos teóricos.
Ahora bien, para hablar del campo de la salud mental y los Derechos Humanos hoy, no podemos dejar por fuera el contexto de la pandemia. Debemos introducir lo que se ha profundizado a partir del acontecimiento de la Covid-19 porque, sin lugar a dudas, el debate sobre el lugar del Estado vuelve a ser determinante.
Ello se debe a muchas razones. Una de ellas es el proceso de juzgamiento llevado a cabo en Argentina desde el año 2006 en juicios orales y públicos. Por otra parte, el incansable trabajo de restitución de lo ocurrido por parte de los organismos impacta en la memoria de las sucesivas generaciones. Ello sostiene aún el deseo de saber sobre aquello que seguirá pulsando en nuevos horizontes alrededor de la memoria de lo traumático. En el año 1995 surge la agrupación HIJOS. En 2020, Nietes, tercera generación organizada en torno a esas marcas. Cabe destacar que en 2017 también nace una agrupación de Hijos de genocidas que marchan contra sus padres haciendo pública su posición. Recientemente Chile y Brasil replicaron esta experiencia –también argentina- donde se hace pública la voz de estos hijos y nietos.
Mirando un poco hacia atrás, podemos decir que durante las décadas del ‘70 y ’80, las masivas violaciones de DDHH en nuestra región provocaron la inmediata tarea de asistencia y acompañamiento a las víctimas por parte de los equipos psicoasistenciales pertenecientes a los organismos de Derechos Humanos. Si bien el problema de la salud mental frente a las situaciones de guerra, violencia, genocidios siempre fue un tema muy importante, no siempre fue asumido en toda su dimensión.
Lo ocurrido en América Latina, con la propagación de dictaduras por todo el continente, provocó la necesidad de una nueva manera de pensar el impacto de la desaparición forzada y masiva de personas y la cancelación de los ritos por parte de los Estados bajo su modalidad del terror. Así tienen su origen nuevas teorizaciones acerca del duelo, de la locura, de las marcas transgeneracionales del horror, de los procesos de memoria como parte de una construcción clínica y, en ese sentido, qué tipo de memoria era la que había que introducir frente a hechos tan límites, por ejemplo.
Psicoanalistas, profesionales y académicos marcaron un rumbo determinante en el ámbito de una novedosa “clínica-política” – por denominarla de un modo muy general–, donde comienzan a trabajar sobre los nuevos paradigmas conceptuales que imponen los delitos de lesa humanidad, en particular la “desaparición” y los efectos extremadamente traumáticos de la tortura y las violaciones sistemáticas.
Si bien el problema de la salud mental frente a las situaciones de guerra, violencia, genocidios siempre fue un tema muy importante, no siempre fue asumido en toda su dimensión.
Con toda esa experiencia recabada, a partir de los 2000 y con la asunción de gobiernos democráticos de cuño popular, comenzaron a implementarse políticas reparatorias y de reconstrucción de la memoria y de la verdad histórica, que durante los períodos de gobiernos democráticos neoliberales anteriores no habían estado en la agenda pública. Con este cambio a nivel estatal, los equipos asistenciales que habían llevado adelante las tareas clínicas con las víctimas de violaciones de DDHH también comenzaron a debatir sobre la necesidad de lo que se denominó “el traspaso a manos del Estado” de las políticas de reparación simbólica entre las que la asistencia en salud se encuentra como una de las prioritarias.
Es importante remarcar que el terror produjo consecuencias no sólo en las víctimas directas o afectados, sino en la sociedad en su conjunto y también recordar que es el Estado quien debe velar por los derechos de sus ciudadanos/as por lo cual, en el sentido estrictamente “reparatorio”.
En Argentina desde el año 2005 se han generado dispositivos vinculado a instalar el debate acerca de las consecuencias actuales del terrorismo de Estado en la salud mental, al acompañamiento de testigos, a la asistencia a víctimas de violaciones de derechos humanos. Estas tareas articularon acciones desde organismos del estado con redes de organizaciones no gubernamentales.
Frente a la pandemia, el conjunto de renuncias a las que quedamos sometidos con las necesarias medidas sanitarias son muy importantes. No sólo el rito funerario quedó fuertemente afectado sino también otros nudos constitutivos del lazo social. La prohibición de contacto, enunciada como medida de cuidado de sí y hacia otros, la imposibilidad de la despedida de nuestros seres queridos o el aislamiento preventivo, constituyen renuncias importantes que apelan a la responsabilidad social pero también a la responsabilidad estatal. Porque no es de cualquier manera que esto se puede sostener.
En el tiempo anterior a la pandemia no hubiéramos podido imaginar siquiera hasta qué punto las marcas, los legados históricos, habían constituido un terreno ético posible las llamadas “políticas del cuidado”. En el caso argentino, vemos esas marcas asumidas en el presente por un Estado que intenta restituir algo del tejido social dañado frente a la destrucción generalizada que va provocando “lo pandémico”. Una destrucción que viene a profundizar los ya deteriorados escenarios que dejó la gestión presidencial anterior, fundamentalmente frente a las políticas de Derechos Humanos, donde el negacionismo fue una de las mayores marcas dejadas.
Frente a la pandemia, el conjunto de renuncias a las que quedamos sometidos con las necesarias medidas sanitarias son muy importantes. No sólo el rito funerario quedó fuertemente afectado sino también otros nudos constitutivos del lazo social.
Las políticas sanitarias del cuidado podemos enlazarlas a los discursos que se constituyeron sobre el valor que cobró el dolor de las víctimas de violaciones de derechos humanos y que he definido en trabajos anteriores como “políticas sobre el dolor”.
En nuestro continente, el problema de la muerte y sus ritos funerarios ha sido siempre un tema muy importante, dado que la mayoría de las dictaduras apelaron a la mortificación de los familiares, impidiendo dar sepultura a sus muertos. Nuestro continente está plagado de cuerpos sin nombre, la proximidad simbólica con este escenario actual nos impone un renovado debate sobre este tema para impedir que se aproximen demasiado estos hechos a esos sentidos feroces.
En tiempos de pandemia, todos los lazos están en riesgo de desanudarse, los significantes se enloquecen y se sueltan, la temporalidad se desorganiza y los límites se borronean. En ese escenario, la apelación a las respuestas estatales es determinante. Ya tenemos la experiencia de la búsqueda de los cuerpos desaparecidos, y sabemos de la importancia de que el Estado asuma esa búsqueda. En estos tiempos donde el derecho a la “trazabilidad” de los cuerpos, como denomina la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el derecho a una información precisa y certera del destino de los muertos, lo podemos traducir como un derecho a la escritura y a la inscripción de la muerte y la implicación del Estado Reparador que asume esa deuda simbólica y produce un modo de alivio en las víctimas.
La COVID-19 puso en evidencia –una vez más– que hay Estados y Estados. Y que podemos toparnos muy rápidamente con las diversas respuestas y sus efectos
En estos tiempos donde el derecho a la “trazabilidad” de los cuerpos, como denomina la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el derecho a una información precisa y certera del destino de los muertos, lo podemos traducir como un derecho a la escritura y a la inscripción de la muerte y la implicación del Estado Reparador que asume esa deuda simbólica y produce un modo de alivio en las víctimas.
En el reverso de las innominables escenas que vemos en Brasil (como paradigma del espanto y la crueldad), en Colombia, en Bolivia, en Chile, en Perú; en Argentina tuve la oportunidad de colaborar con el equipo de funcionarios de la provincia de Buenos Aires del ámbito de la salud mental que, preocupados por el desencadenamiento de situaciones extremas de angustia en los familiares de pacientes con la Covid-19 y en los integrantes de los equipos de salud que asumen en soledad una situación extremadamente dolorosa como es ver morir a pacientes en soledad, aislados; convocaron a un grupo de profesionales con cierta experiencia en estos temas, incluso participaron miembros del reconocido Equipo Argentino de Antropología Forense. Pudimos realizar recomendaciones para asumir ese tramo final con el acompañamiento del Estado. En la medida en que ese acto se inscriba en una lógica simbólica común con otros y otras, el efecto de desamparo disminuye. Esto es así porque el acto de inscripción estatal de la muerte, una inscripción cuidada, puede generar las condiciones de posibilidad del trabajo de duelo en tiempos de pandemia
Una “política del nombre” que se pone en cruz con lo que he llamado lo in-número como cifra que nombra lo innombrable. Esto lo hemos aprendido de la búsqueda de Madres y Abuelas, y los Estados también lo han aprendido de allí. Ellas lo exigieron.
No es lo mismo, entonces, que en medio de la generalización e indignidad del tratamiento de la muerte y de los muertos haya un Estado que sea capaz de pensar ese tramo, de ubicar alguna palabra, de invertir incluso recursos que habiliten un espacio de intimidad. Un Estado que se ocupe de pensar la singularidad, que no todo sea tragado por lo pandémico. Pensemos un momento si eso no es algo nodal, si no es lo que marca la frontera entre la muerte digna y la que no, la muerte escrita de la que no, la muerte una por una de la muerte en serie o en números.
Rescatar los nombres en medio del marasmo de lo pandémico para, en definitiva, recuperar la soberanía del dolor ante la muerte de un ser querido es un tema de envergadura.
Una “política del nombre” que se pone en cruz con lo que he llamado lo in-número como cifra que nombra lo innombrable. Esto lo hemos aprendido de la búsqueda de Madres y Abuelas, y los Estados también lo han aprendido de allí. Ellas lo exigieron.
Las marcas que un Estado Cuidador asume como legatario de un Estado Reparador –como es el caso argentino–, que hizo del dolor de las víctimas un lugar posible de enunciación, de respeto, de dignidad y de reparación, nos impulsa a pensar si, frente a este escenario, podemos ver en la insistencia de la memoria una vía posible de articulación hacia el cuidado, a través de los legados simbólicos.
La situación mundial que quedará tras la pandemia es indescifrable, pero no tenemos otra pista que la de insistir en los legados como último reducto de libertad.
16/04/2021
Fabiana Rousseaux es Piscoanalista y Directora de Territorios Clínicos de la Memoria.
Artículo completo en: https://tecmered.com/salud-mental-y-derechos-humanos/
Foto de portada : Paula Figueroa ( @paula_figueroa_dg)
Fotos: Vivi Prado (@vivianaprado60) y Paula Figueroa ( @paula_figueroa_dg)