Antonio Manuel llegó a la Argentina en 1911, tenía 21 años. Como en su pueblo era campesino se fue a un pueblo de campo, en el norte de la Provincia de Buenos Aires.
Con asombro veía crecer el trigo día a día. A él, que venía de la montaña, esa llanura perpetua lo maravillaba. Se llenó los ojos de campos sembrados y de horizonte.
Cuando lo pusieron a cosechar maíz, sintió que no le gustó. Pero no fue eso lo que lo decidió a venirse a la ciudad. Se daba cuenta que como jornalero no saldría de pobre, y para eso se hubiera quedado en su país…
En Buenos Aires encontró una pensión en Palermo donde vivía un paisano suyo que le recomendó un trabajo con un repartidor de vino. Pasaba horas envasando en damajuanas de cinco o diez litros el vino que llegaba de Mendoza y San Juan en grandes barriles (toneles, los llamaba él). Algunas veces salía medio día a hacer el reparto con su patrón. Se le presentó una oportunidad el día en que su patrón volvió al depósito antes que terminara la tarde, cansado y descompuesto. Le encargó a Antonio que cerrara todo y se fuera a la pensión.
Al día siguiente el patrón llegó con su mujer y lo apalabró para que haga el reparto. Antonio contentísimo de salir a la calle, de tratar con la gente; de ahí en más continuó él solo haciendo las entregas mientras la mujer de su patrón se ocupaba de meter el vino en las damajuanas. Resultó una sorpresa que se vendiera un poco más. Todo iba “con buena estrella” como decía él, ¡además le daban una comisión por lo recaudado y ganaba más!
Pasó un tiempo y se encontró con Carolina, también paisana suya. Alquiló una pieza. Se casaron.
Años después oyó hablar de un loteo. Llegó a sus manos un afiche en papel brillante con un plano y calles demarcadas, toda una esperanza: lograr un lote propio a pagar con un pequeño anticipo. Días antes del loteo vino a pispear, y no vio ninguna de las calles del afiche, era un pastizal, con zonas anegadizas y hornos de ladrillos. Dudó, se desmoralizó. Con Carolina pensaron que no era un buen lugar para vivir.
Una tarde de verano en 1936, tomaron un colectivo hacia La Agronomía -que en un momento pasaba por la calle Ávalos- nuevita, recién terminada. Por el aspecto, no reconoció el lugar de ninguna manera: algunas calles asfaltadas, plazas, lleno de casitas: ¡¡¡como prospera la gente por aquí!!!
Esa noche buscaron y encontraron el afiche de papel brillante encabezado por la sigla G. G. G.
Volvieron al barrio a buscar a ese rematador…no había nada para lotear en ese momento. Pero Antonio Manuel era obcecado y volvieron otro día, recorrieron el barrio y notaron algo muy interesante…¡no había vinerías por ninguna parte!
Su patrón había fallecido y el negocio había quedado a cargo de su esposa y se atrevió a preguntarle a ella si no le permitía llegar a Parque Chas con el reparto. Era muy lejos, pero como la mujer no conocía la ciudad confió en Antonio, que siempre había tenido sentido práctico.
La verdad es que no fue nada sencillo. Tenía que recorrer muchos kilómetros por día y volvía muy tarde, demolido. Pero hizo muchos clientes nuevos, el éxito económico superó las esperanzas de todos.
Hoy quedan pocos que recuerdan aquellos vinos. Yo los conozco porque los sucesos imprevistos que siguieron están ligados a mi historia.
Fotomontaje de portada : @viviprado
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