Los actuales intentos de prohibir el uso del lenguaje inclusivo nos estimulan a discutir las posibles ventajas o desventajas de utilizarlo. Cómo ha sido lo naturalizado y cómo es lo develado.
Hace muchos años leí un trabajo de Alejandro Piscitelli que me cautivó. Sí, me dejó presa de cavilaciones y rompederos de cabeza de esos que duelen y gustan a la vez. Trataré de explicarme.
El trabajo se llamaba “Las mujeres: “Kelpers” del lenguaje y la cultura”. Ensayo sobre la dominación y la identidad sexo-lingüística. Apareció publicado en la revista Mutantia de 1983. La palabra “Kelpers” tenía entonces un vigente significado. Sabíamos que se refería a una condición de ciudadano, “ma non troppo”, que tenían los isleños de Malvinas.
¿Por qué habitaríamos las mujeres el lenguaje como ciudadanas de segunda? En general yo ya venía señalando que las mujeres no hablábamos en los textos de historia, política o economía. Tampoco en crónicas de viajes o descubrimientos científicos. Hablábamos, sí, en las llamadas Revistas femeninas”, donde se circunscribía el campo de “nuestro” interés a tres o cuatro asuntos banales y a otros no banales ligados a cuidar la salud de la familia y la educación de los hijos. Pero en general, las mujeres éramos habladas. Éramos descriptas, se afirmaba sobre nuestra salud reproductiva, nuestro carácter y preferencias, nuestro rol en la sociedad y antes, en la familia. Incluso en esas revistas, los profesionales consultados eran predominantemente hombres.
Poco a poco las mujeres empezamos a hablar-nos. A pensar y hablar de lo femenino… en masculino. Es decir, el lenguaje nos tendió la trampa de siempre. Es el masculino el género de las palabras que usamos para nombrarnos. Rara vez decimos “nosotras” salvo en un comercial de toallitas higiénicas… El lenguaje masculinizado y naturalizado es imperceptible en la comunicación diaria. Sólo se hace “visible” o audible cuando somos disruptivas con el uso de la “e”. Estas estructuras sintácticas y morfológicas nos vienen del latín. El castellano, es una lengua romance. Evolucionó del latín vulgar que impusieron los romanos en la península ibérica y en otras regiones, y ese mundo romano, era imperial y patriarcal. Es difícil rastrear los orígenes de una lengua. Sabemos que el latín es considerada una lengua indoeuropea, y que Roma la impuso en todas las provincias así como el derecho y las reglas del comercio. Esta lengua tenía muchos adjetivos masculinos, femeninos y neutros. Pero los sustantivos que designaban el poder eran masculinos. La palabra “patria”, femenina, deriva de “pater”, masculina, pero identificada con la figura femenina por ser allí donde nacemos, hubo que agregarle “madre” delante para salvar el entuerto. A este sustrato romano se le sumaron otros aportes, pero la perspectiva patriarcal se afianzó con el cristianismo victorioso en la Reconquista española contra los moros.
Existen muchas palabras que cambian su significado al cambiar el género. Por ejemplo “patrimonio” y “matrimonio”; una designa los bienes y otra los vínculos…u “hombre público” y “mujer pública”; él es un destacado ejecutivo o profesional, mientras que ella es una prostituta. Doble vara que sirve para ir pensando cómo el lenguaje nos constituye y define la imagen del mundo que tenemos.
Dice Piscitelli:
“La regla semántica básica del lenguaje cotidiano marca como “normal” al lenguaje adulto masculino de clase media-alta occidental, y como “desviante” al resto de las expresiones. Al acondicionar –universal e inconscientemente – hechos y acontecimientos a la trama tejida por las reglas sexo-clasistas, no hacemos más que experimentar, en toda su crudeza, las modalidades de auto-reproducción de la supremacía masculina.”
Aquí vemos pues quienes pierden: las mujeres, les niñes, les pobres.
La expresión de ciertos sentimientos también nos fue expropiada del lenguaje. El enojo, el hartazgo, el señalamiento de la tontería están masculinizados. Decimos “Fulano me tiene los huevos llenos!”…o “no seas pelotuda” …o “¡la puta madre que te parió!” reproduciendo el estereotipo de mujer Eva o María. O la pecadora que llevó a la humanidad a la pérdida del Paraíso, o la inmaculada virgen que concibió el hijo divino. ¿Por qué pasa esto? Porque las mujeres podemos “llorar” pero no “enojarnos” ya que somos el “sexo débil”…Basta recorrer los refranes, letras de tangos y otras expresiones de la cultura popular para encontrar registro de esto. Si una mujer se enoja o defiende con vehemencia sus ideas, recibe la crítica de ser “fálica”, “machona” o “estar con la regla”, lo cual, como sabemos la condena a una marea de emociones ingobernables que obnubilan su razón… no sabemos bien por qué.
No hace tanto se intentó burlar estos problemas incluyendo el “–los/las” en los textos, sobre todo de ciencias sociales. Pero esto producía en los textos una demora mayor al escribir cada frase agregando el femenino por fuera y, en segundo lugar, hizo que las propias autoras feministas odiáramos hacerlo.
Pensamos luego en reemplazar la “a” y la “o” por la “x”, permitiendo la inclusión de los géneros no binarios. Pero esto servía para la escritura, ya que en la oralidad resultaba impronunciable. Estábamos en un problema ante “lxs” puristas del lenguaje que hicieron ostensibles apelaciones a la Real Academia Española como si la lengua viviera en una monarquía y no se modificara dinámicamente en tiempo y espacios.
Finalmente llegamos a la idea de buscar entre las vocales una que expresara el neutro, o mejor aún, el total de las posibles identidades sexo-genéricas. Apareció la “e”. Las otras vocales nos llevaban a la confusión. La “i” sonaba a plural italiano, la “u” a rumano, quizás. Pero quienes se atrevieron rápidamente a usarla en los medios de comunicación fueron les jóvenes. Eso produjo una identificación etaria del nuevo lenguaje genérico. Muches adultes sentían que era una broma, una moda, una manera “pendeja” de hablar, que se burlaba de las reglas del lenguaje, y que necesariamente le bajaba el precio a los contenidos del mensaje. Parecía que nada serio o importante podía decirse usando el lenguaje inclusivo.
Otra vez había que librar una batalla contra el llamado “sentido común”. Ese compendio de naturalizaciones, prejuicios, tipificaciones que se invoca cuando se quiere mantener el “status quo”. El tan mentado “sentido común” sigue afirmando que si en la mesa del domingo nos reunimos varias chicas y chicos, al finalizar el almuerzo, ellas levantarán la mesa, y ellos irán a ver el partido o a jugarlo. Como si en el ADN femenino viniera prefigurada la esponja Mortimer y el detergente Ala…
Todes recordamos hace poco la pelea por el nombre del cargo presidencial. Cristina instaló el sustantivo “presidenta” derivado del participio presente terminado en “e” que como tal, se utiliza para ambos géneros, igual que “estudiante” o “amante”. Pero este participio cumple función de sustantivo. Por lo cual puede enunciarse en masculino o femenino. Así “presidenta” se corresponde con el género de quien portaba el cargo sin ninguna confusión. Pero en los términos de la batalla cultural, parece que se puede seguir tirando falsas noticias, falsos participios y otras tantas falsificaciones que tenemos el deber de desenmarañar cotidianamente, haciendo ejercicio de la verdadera libertad.
Diseño de Portada: Paula Figueroa
Foto: Venus. Museo de Atenas. Alicia M. Martínez
Ilustraciones:
– Caras y Caretas. 8 de octubre 1898
– «Los Negros Esclavos» Fernando Ortiz, Ed. de Ciencias Sociales, La Habana 1987.